domingo, 21 de septiembre de 2008

LA PRINCESA

Estaba amaneciendo ya cuando regresaba a puerto con La Princesa. Sus ojos vidriosos de tristeza, hurgaban perdidos en el horizonte, pequeños, sabios. Éste sería su último viaje con ella y sólo con pensarlo ya le dolía el alma; un alma que a pesar de estar cubierta de cicatrices, que el tiempo y la mar se habían encargado de modelar y henchir de sabiduría, se sentía desolada, eclipsada por el compromiso de los años.

Ya divisaba a lo lejos la luz del faro reflejada en su mirada serena, leída de experiencias, empachada de soledad.

En compañía de La Princesa, su princesa, escuchando de fondo el ruido del motor y la melodía que el graznido de las gaviotas lisonjeras, zalameras, les acompañaban hasta el final del viaje, esperando su recompensan mientras se dirigían con ellos hacia las luces lejanas del puerto.

Han sido muchos años con ella. Soportando el envite de tempestades, la furia de un celoso océano, que en tantas ocasiones se la quiso arrebatar y que en otras tantas les acunaba con suaves olas, tras el negro horizonte teñido de paz, cubierto de estrellas.

Ya llega al fin de su viaje y sin más remedio, tendrá que deshacerse de La Princesa. Le gustaría conservarla con él, seguir disfrutando de su barcaza, pero ya está demasiado viejo para salir con ella a la mar, no puede mantenerla. Ha decidido venderla, su compañera de fatigas durante tantos años, aún puede continuar el viaje rumbo a la línea entre el mar y el cielo, perderse en el horizonte turquesa, respirar la rosa de los vientos junto a un nuevo patrón.