La botella de Tyukanov
ya no es lo que era.
Está vacía,
y si alguna vez
alcanza a contener algo,
no tiene gusto a nada.
Siempre se puede
hacer con ella un perchero.
Puede que intente abrir el baúl de las cosas que tengo escondidas hasta de mí misma.
El destino, codicioso con tu vida
e implacable, te arrastra cual remolino
empujando hacia donde no quieres ir,
igual que lo hace una madre con su hijo
al entrar en clase en su segundo día de colegio
y entre pucheros se niega a dar ni un paso,
frenando con poco empeño, no por ganas,
sino por miedo a represalias.
El destino, intransigente,
a pesar de los esfuerzos por no seguirle,
se ríe de ti casi siempre
-por no decir siempre-
a carcajadas. Te obliga a seguirle,
quieras o no, por donde él te lleve.
No puedes hacer nada
por mucho que te empeñes
en plantarle cara.
Todo está escrito.
La tristeza es poseedora codiciosa
y opresora de algunas reflexiones.
Tal vez la resaca de lo mal hecho
sea lo que revuelva el estómago
provocando nauseas. Por inercia
o por simpatía,
sensatos aspersores de lágrimas
se ponen en marcha
y riegan la parcela de los ratos amargos
haciendo aflorar los remordimientos.
Tras el chaparrón,
viene el olor a tierra mojada;
huele bien la tierra mojada.
No son horas extras que aparecen en la nómina. Tal vez porque son improductivas o porque invitan al absentismo. Quizás porque consumen el optimismo de manera paralizante, y de puntillas desvelan resentimientos.
Regalé las sonrisas iluminadoras. Tendré que salir de compras, necesito llenar la despensa de sonrisas que brillen e iluminen las horas negras.
Una vez tuve un amante.
Me adoraba, o eso decía.
Juró amor eterno, prometiendo
que si esta vida no nos unía,
me buscaría en una futura.
Ahora estoy aquí esperando
en mi agujero pequeño y frío.
Soy negra, peluda y tengo ocho patas.
Espero.
De vez en cuando salgo para
tejer un poco de tela y
buscar algo de comida.
Mientras,
mantengo la esperanza de que
mi "fiel" amante
no se haya reencarnado
en lagarto o elefante.