
Doña Elvira, por la noche, pone
la radio en su oreja. Todas las
noches, toda la noche. Escucha
la radio para no oír los ruidos que
siente dentro de su cabeza.
Puede que intente abrir el baúl de las cosas que tengo escondidas hasta de mí misma.
El destino, codicioso con tu vida
e implacable, te arrastra cual remolino
empujando hacia donde no quieres ir,
igual que lo hace una madre con su hijo
al entrar en clase en su segundo día de colegio
y entre pucheros se niega a dar ni un paso,
frenando con poco empeño, no por ganas,
sino por miedo a represalias.
El destino, intransigente,
a pesar de los esfuerzos por no seguirle,
se ríe de ti casi siempre
-por no decir siempre-
a carcajadas. Te obliga a seguirle,
quieras o no, por donde él te lleve.
No puedes hacer nada
por mucho que te empeñes
en plantarle cara.
Todo está escrito.
La tristeza es poseedora codiciosa
y opresora de algunas reflexiones.
Tal vez la resaca de lo mal hecho
sea lo que revuelva el estómago
provocando nauseas. Por inercia
o por simpatía,
sensatos aspersores de lágrimas
se ponen en marcha
y riegan la parcela de los ratos amargos
haciendo aflorar los remordimientos.
Tras el chaparrón,
viene el olor a tierra mojada;
huele bien la tierra mojada.
No son horas extras que aparecen en la nómina. Tal vez porque son improductivas o porque invitan al absentismo. Quizás porque consumen el optimismo de manera paralizante, y de puntillas desvelan resentimientos.
Regalé las sonrisas iluminadoras. Tendré que salir de compras, necesito llenar la despensa de sonrisas que brillen e iluminen las horas negras.
Una vez tuve un amante.
Me adoraba, o eso decía.
Juró amor eterno, prometiendo
que si esta vida no nos unía,
me buscaría en una futura.
Ahora estoy aquí esperando
en mi agujero pequeño y frío.
Soy negra, peluda y tengo ocho patas.
Espero.
De vez en cuando salgo para
tejer un poco de tela y
buscar algo de comida.
Mientras,
mantengo la esperanza de que
mi "fiel" amante
no se haya reencarnado
en lagarto o elefante.